domingo, 5 de febrero de 2012

INEXORABLE. Mario Crespo






1984

Óscar viste jersey de cuello de pico con camisa estampada y lleva gafas de pasta negra. Aporrea el teclado con saña sin que el Ducados que aprieta entre dos dedos le estorbe. La ceniza cae sobre las teclas y por los huecos que hay entre ellas. El cigarro, asfixiado, se consume lentamente. Bajo la vieja Olivetti hay una alfombra de ceniza que podría ser el equivalente a un mastín del pirineo incinerado. A Óscar no le importa. Es más, le gusta. Su madre limpia la habitación a diario, pero él no permite que toque su escritorio. El caos es una forma de vida anárquica que paradójicamente le sirve para mantener cierto equilibrio. Él mismo llama a este incongruente fenómeno “la teoría del caos”. Sus hojas garabateadas con notas a pie de página, sus libros subrayados, sus ceniceros llenos de colillas, su alfombra de ceniza… Si fuera pintor sería Francis Bacon.
Está escribiendo una nueva novela. En poco más de un mes, su obra anterior, escrita hace más de dos años, verá la luz. Una editorial independiente cuya distribución se reduce a cuatro librerías (aún más independientes) cercanas a la Puerta del Sol, ha decidido publicar una tirada de cien ejemplares en formato de bolsillo. Acaban de enviarle las galeradas por correo postal. Corregir es un proceso farragoso que teme más que a un nublado en campo abierto: lectura pormenorizada, correcciones, tachones y notas a pie de página compondrán un jeroglífico difícil de descifrar, que se moverá a caballo entre el informalismo europeo de Tapies y el expresionismo abstracto de los americanos que siguieron el fraudulento estilo de Jackson Pollock (véase el ensayo “La palabra pintada”, de Tom Wolfe). Una pota de café le ayudará a vencer al sueño y terminar la tarea antes del amanecer. No quiere que la corrección de una obra que escribió hace tiempo y con la cual ya no se identifica, le aparte de su verdadero objetivo: la novela que está escribiendo ahora; una reinterpretación del 1984 de Orwell en un hipotético futuro en que todo se podrá hacer con el ordenador, incluso tener sexo. Óscar ya tiene un vocablo para esta práctica: el cibersexo.
Gotas de rocío bajando por su ventana le devuelven a la realidad. Está amaneciendo. Con el manuscrito corregido sobre la mesa y la mirada perdida en un punto indeterminado entre el edificio de enfrente y el infinito, se imagina Óscar un sistema informático que en un futuro no muy lejano le permita corregir todo de manera automática por medio de un procesador de textos. Cortar y pegar. Quito de allí y pongo de acá con un leve movimiento de mi mano. Eso sí que sería un avance. Igual que un correo digital que comunicase al mundo entero y que evitara las, siempre frustrantes, colas de Correos. Aunque esto último ya se rumorea en círculos de inteligencia militar y comunidades científicas. No obstante, y dicho sea de paso, es algo que quizá no lleguen a ver sus ojos. Si hay una lección que la vida le ha enseñado, es que no debe uno hacer predicciones ni planes a largo plazo. Es algo que aprendió en febrero del año pasado. Se levantó una mañana cualquiera en democracia y unas horas después había estallado una suerte de alzamiento militar. Quizá sea este recuerdo lo que empuja a Óscar a salir a la calle y respirar un poco de esa vida que, entre las cuatro paredes de su habitación, tanto echa de menos. Tras muchos días encerrado en casa, con su madre y las cenizas del mastín, pone por fin los pies en la calle para dirigirse a la cutre oficina que la editorial que tira cien ejemplares tiene en el madrileño barrio de Malasaña. Se dispone a entregar las galeradas corregidas.
El edifico es de los años treinta o quizá más antiguo, pero el ascensor es bastante moderno, digamos que de los setenta. El antiguo hueco de la escalera ha servido para encapsularlo, puesto que la casa no fue concebida para tener elevador. Es algo que le llama la atención cuando se monta en el flamante modelo OTYS y observa que es más estrecho de lo normal.  Tiene una de esas míticas ventanitas verticales que sirven para ver los pisos por los que pasas y reírte de la gente que espera que pares y sólo puede verte desaparecer en trayectoria ascendente o descendente. Cuando se dispone a darle al botón con el número tres, alguien sujeta la puerta y se introduce en el estrecho espacio, junto a Óscar. Justo antes de llegar arriba, en medio de dos pisos y con un muro tras la ventana vertical, el ascensor se detiene sin motivo aparente.

2010

Óscar François [el segundo nombre se lo puso, a modo de nombre artístico, tras el éxito de su novela “Mil-900-ochenta-&-Q-atr-0”, un bestseller internacional aclamado por crítica y público (curiosamente el Haruki Murakami acaba de publicar una novela titulada “1Q84”, que intenta, con poco éxito, inspirarse en la famosa obra de Óscar)] ha sido galardonado con el prestigioso Premio Goncourt de novela (también hay que decir que tras su éxito, muchos países, entre ellos Francia, le otorgaron la nacionalidad). Unas horas antes de la ceremonia de entrega, en el Hotel Hilton de París, pegado a su portátil, se esfuerza para aceptar y rechazar todas las sugerencias que le ha hecho el corrector de su editorial y que están anotadas en formato digital pdf por medio de una herramienta que se llama “cambios”. Como suele ser habitual, la editorial tiene prisa para meter el libro en la imprenta y Óscar ha de devolverlo en menos de veinticuatro horas. “¿Pero están locos?”, piensa Óscar. “¡Veinticuatro horas!” A decir verdad, lo que le estresa no es la falta de tiempo, sino el formato digital; nunca se ha adaptado bien, es un inútil informático, maneja el Word de milagro y suele escribir a mano. Por eso le resulta aburrido tener que trastear el programa para ver cómo se deshacen los cambios o cómo se ponen nuevas anotaciones. Cuando está en casa suele imprimir las galeradas; las corrige en papel y las envía de vuelta. Pero en los alrededores del Hilton es poco probable que haya un cibercafé cutre donde poder imprimir. El manuscrito que él envió lo han desmontado por completo los dos correctores listillos que tiene su prestigiosa editorial. Le espera una ardua tarea y parece poco probable que pueda cumplir el plazo de entrega.
Tras pelearse con el ordenador durante un par de horas y terminar con las reservas del minibar, Óscar se enrabieta y se planta en recepción para pedirle a la recepcionista que le imprima, por favor, los doscientos folios de Word y se los entregue en su habitación en media hora. Se lo dice  como si la chica estuviera empleada en una tienda de reprografía veinticuatro horas, como diciendo: “oye, bonita, el devenir de la humanidad depende de esta obra, si no lo imprimes AHORA, todos moriremos”. Quince minutos más tarde, un botones llama a la puerta de Óscar y le entrega el manuscrito.
Agotado por el esfuerzo y por la baja moral que su baja productividad le ha causado, decide abandonar y tumbarse un rato antes de arreglarse para la gala.  Recuerda Óscar, sentado en el escritorio, aquellos meses en los que, encerrado en casa, se dedicaba a corregir por el método manual. Después de todo, ha sido un visionario que ha sabido predecir y narrar en su famosa obra “Mil-900-ochenta-&-Q-atr-0”, los derroteros por los que iba a deslizarse el mundo y sus acontecimientos. Y como él bien apuntó en aquella especie de augurio, el mundo digital es una forma de control jamás conocida, una manipulación que supera a las telepantallas y a la policía del pensamiento que inventó Orwell, un control total bajo la máscara de un aparente mundo feliz como el de Huxley. El hecho de entregar el manuscrito en mano representa para Óscar una suerte de apego al pasado, una nostalgia reivindicativa de la que se desharía sin problema si fuera un friki de la informática y no le costara esfuerzo manejar cualquier programa. Pero no es el caso.
Una llamada perdida le advierte que un taxi le espera a la puerta del hotel para conducirlo hasta el lugar del evento. Una vez dentro del flamante ascensor OTYS último modelo que incluso le desea un buen día cuando entra, pulsa el botón y observa el cierre de las puertas mientras recita entre dientes parte del discurso que lleva preparado. Justo antes de llegar abajo, el ascensor se para en seco entre dos pisos. Un flashback transporta a Óscar en el tiempo a un lejano 1984 en el que pasó muchas horas encerrado en un angosto ascensor de Malasaña. Para su alegría, la sociedad de la información y las telecomunicaciones también tiene cosas buenas que nos hacen la vida, aunque más artificial, mucho más fácil. Como el botón de alarma no funciona y en aquella cabina insonorizada nadie parece oír sus golpes, decide usar su teléfono móvil. Si no sale pronto de allí, el taxi se irá e inexorablemente llegará tarde a la ceremonia. Cuando marca el número de emergencias, su Iphone se queda sin batería. Con la prisa ha olvidado cargarlo. Parece que el destino le pide ahora cuentas por haber salido airoso de aquella encerrona en el ascensor del viejo edificio de Malasaña. Asume que va a perderse la ceremonia y que nadie le entregara su, probablemente inmerecido, premio. Pero lo peor no eso, lo peor es que esta vez no le acompaña la bella señorita con la que se quedó atrapado en 1984, la madre de sus hijos.


 MARIO CRESPO

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