jueves, 9 de febrero de 2012

FUTURO IMPERFECTO, PASADO SIMPLE. Sergi Puertas



Corre el año 2112, los polos han derretido, la presencia del hombre en el espacio nunca ha llegado a concretarse. Todo cuanto quiere la gente es liberarse para siempre de aeromóviles que no arrancan, de vecinos que hacen ruido, de los dichosos turnos de madrugada, de las hemorroides. De lo que se trata es de reunir el dinero suficiente para pagar un servicio de mantenimiento corporal sostenido y uno de los miles de paquetes de software que se ofertan en el mercado. Una meta nada sencilla de alcanzar para un obrero raso como Gamma, a quien vemos quitándose el mono de amianto, calzándose las botas antiradiación y los protectores oculares, emergiendo a las abrasadoras calles de Kuala Lumpur después de una dura jornada de trabajo. Centenares de perfectos don nadies como él crepitan bajo un sol desbocado para tomar la lanzadera con parada en Hong Kong. El cuerpo de Gamma se balancea al vaivén del vehículo atómico, su mirada perdida en uno de los numerosos monitores que cuelgan del cilindro plateado. Por ellos desfila la promo de Terra, lo último de Virto, una experiencia serena y bucólica ambientada en tiempos previos a la catástrofe donde la psique del usuario tiene oportunidad de nadar con los delfines en un océano de destellos turquesa mientras su cuerpo flota en un tanque de líquido anaranjado con dieciséis nodos conectados al cerebro. Terra, de acuerdo con el espot de Virto, recrea la topografía real de las islas Fidji agregándole toques de Lanzarote y Cerdeña para crear una experiencia única.
A Gamma los mares paradisíacos le dan lo mismo. Es de la opinión que nadie en su juicio elegiría relajarse en la playa pudiendo erigirse en caudillo de los hunos, cabalgar por Constantinopla capitaneando sus tropas, adentrarse a sangre y fuego en los Balcanes. La aventura se titula Atila, y promete acción trepidante, calor humano, hemorragias, violaciones a raudales. Se garantiza un compañero fiel dotado de una simpatía inagotable. Atila es, en definitiva, una aventura virtual de tres años de duración cuya portada reza Para adultos y Colección Gay, y según los críticos está en su mejor momento. Si se la hubieran ofrecido hace sólo un par de horas horas, Gamma se habría lanzado de cabeza en ella sin dudarlo. Los seis meses de ahorro que tienen aún que transcurrir para que Omega y él reúnan dinero suficiente para costeársela, a fin de cuentas, están convirtiéndose en un bol de mierda del que Gamma merienda todos los días. Pero de pronto Gamma ya no tiene tan claro que sea Atila lo que más desea en este mundo. 
Gamma se detiene frente al portal de su casa y enciende un cigarrillo. Piensa en la discusión que se avecina, traga saliva, cierra los ojos. Trata de verse desenvainando una espada en la estepa profunda, pero no lo consigue. Todo cuanto es capaz de sentir es ese inesperado aluvión de ternura que se ha adueñado de él esta tarde después de que la funcionaria pública le diera la noticia.
Gamma arroja su cigarrillo al suelo, lo pisotea y toma el elevador hipersónico. Abre la puerta de su Receptáculo Conyugal Homologado y grita un saludo esforzándose en sonar jovial. Desde la salita, Omega le replica con un gruñido. Gamma avanza por el pasillo, se sienta en el sofá junto a él, le pregunta que tal el día. Omega bufa por la nariz con sorna y vuelve a concentrarse en el monitor. Gamma toma una larga bocanada de aire y procede a explicárselo. A través de un discurso desestructurado y caótico termina por hacerse entender: Gamma y Omega han sido elegidos en el sorteo de apadrinamiento de niños.
Omega frunce el ceño, niega con la cabeza. ¿Desde cuándo están apuntados?
Gamma retuerce la boca incómodo. Confiesa que tomó la decisión unilateralmente hace años para que pudieran cobrar las nutridas mensualidades que ofrece Virto a aquellos que se hacen cargo de los hijos de sus usuarios. No miente al decir que tenía el tema olvidado. Pero cuando se arranca a hablar de lo que ha sentido al ver la transmisión holográfica del niño, a Omega le resulta obvio que el tema económico ha pasado a un segundo plano. Gamma se derrite de entusiasmo contando cómo se ha pasado la tarde encendiendo una y otra vez el proyector de hologramas, dando vueltas alrededor de la imagen del niño como quien adora un tótem. Omega abre ojos como platos, levanta la palma de la mano para detener la vorágine de sentimentalismo. ¿Qué coño pasa entonces con Atila?, pregunta. ¿Dónde encaja ahora la aventura compartida para la que estaban ahorrando? La recriminación no deja de tener su gracia, porque Omega nunca ha sido partidario de Atila. En realidad Omega siempre se ha cagado frente a la perspectiva de Atila. Gamma no puede menos que hacérselo notar, y la tangana se desata. Una tangana que se replicará con variaciones mínimas durante lo que queda de semana.
Llega el lunes y el transportista llama al timbre del Receptáculo Conyugal Homologado y descarga en él un paquete de grandes dimensiones. Omega permanece en silencio junto al bulto mientras Gamma se afana en desenvolverlo. De él emerge un niño de rasgos indios conectado a una unidad desechable de respiración/nutrición. A una pulsación de botón, el niño abre los ojos, parpadea sin comprender dónde está. Por fin articula una mueca similar a una sonrisa y dice: Hola, me llamo Ziggy.
Durante las horas siguientes se establece una conversación a tres bandas a lo largo de la cual el pequeño va deshaciéndose de su perplejidad. Llegado cierto punto, cuando cuenta cómo se negó a pasar dos años en Terra con sus padres, por la comisura de la boca de Omega vemos asomar una sonrisa. Entre el niño y Omega comienza a establecerse una complicidad, el enfurruñamiento de este último remite. Gamma va quedando relegado a un segundo plano, al final de la velada se le ve inseguro, balbucea. A aquello de las diez ambos acuestan al niño, y mientras Omega se lava los dientes, Gamma regresa al comedor, donde abre un cajón del que extrae el pasquín electrónico de Atila. Queda parpadeando frente a él en la penumbra de la noche. Melodramáticamente hablando, el panorama tiene posibilidades. ¿Qué sentido tiene lo que sigue a continuación? ¿Por qué no seguir explorando la evolución del singular triángulo afectivo? La respuesta obvia es que dirige Stephan Schauberger, y a los que vieron Destrucción lo que sigue no les va a extrañar: cuando al día siguiente regresa del trabajo, Gamma se encuentra con que Omega se está comiendo al niño. Sentado a la mesa, maneja los cubiertos con parsimonia. Le dedica una mirada a Gamma a modo de saludo y vuelve a concentrarse en su atrocidad. Tieso como un espantapájaros frente a los tronchos de carne cruda que se aglomeran sobre la mesa, Gamma se pone a sollozar. En un arrebato, agarra un travesaño y le asesta un golpe en la coronilla a Omega, y luego otro, y otro más. Pero el embalaje en el que venía Ziggy es de plástico, y la cabeza de Omega se limita a proyectarse hacia adelante a cada impacto. Ni siquiera deja de masticar. Su cara es la viva imagen del aburrimiento.
Jadeante y destrozado, Gamma arrastra sus pies hasta el sofá y se deja caer en él. Lo que sigue es un tedioso monólogo en el que se lamenta de que va a cumplir cincuenta años y nunca ha visto el mar. Le reprocha a Omega una convivencia que se ha vuelto rutinaria y asexual. Reflexiona en voz alta sobre la cadena alimenticia, sobre lo que significa ser niño y lo que significa ser comido, y así sucesivamente durante tres cuartos de hora a lo largo de los cuales Omega no pronuncia una sola palabra y sigue ejercitando los carrillos sin levantar la mirada del plato. Esta segunda mitad de la película resulta, en definitiva, un tostón indefendible. En cuanto a la primera, los hoy tan cacareados méritos visionarios de Schauberger a la hora de retratar la Asia del futuro desde la España de los 70, topan una y otra vez con los problemas de financiación y reparto que lastraron siempre sus producciones: las botas antiradiación son dos katiuskas rojas podridas, las pantallas de alta definición bandejas de aluminio sobre la que se proyectan diapositivas borrosas, el holograma del niño es un tosco muñeco de porexpán esculpido a cuchillo por el propio Schauberger. El autobús de la línea 57 hace las veces de trasbordador atómico, y el Receptáculo Conyugal Homologado del año 2112 no es más que el piso amueblado que el director tenía alquilado por aquel entonces en la Barceloneta. Recién llegado de Cáceres, de donde al parecer salió huyendo para combatir una severa dependencia de la cocaína, se cuenta que Francisco Javier Molleja, conocido en los círculos cinematográficos como Stephan Schauberger, esbozó el guión en una noche de y rodó la película en una semana. Que la mayor parte de la acción es improvisada, salta a la vista y en ocasiones insulta el intelecto. Los resultados no resultarían tan bochornosos si no fuera porque, como de costumbre, el plantel de actores está integrado por los dos únicos amigos que se le conocen a Schauberger: un Francisco Galán aturdido por las drogas encarna a un Gamma lánguido y somnoliento que gesticula como un autómata, y quienes opinan que Ernesto Morales no ha estado nunca más patético que cuando interpretó al traficante canario de Destrucción es porque no le han visto envuelto en papel albal y atendiendo al nombre de Omega. En cuanto al crío, que en los títulos finales aparece acreditado simplemente como Avelino, cuentan las malas lenguas que Schauberger lo adquirió en uno de sus múltiples viajes al Perú para utilizarlo como esclavo sexual, y que la financiación para rodar Los pies (1980) la obtuvo revendiéndolo por cien mil pesetas.
Soy consciente de que la muerte violenta del director extremeño, unida a anécdotas como ésta, replicadas hasta el infinito por la red de redes, ha ido impregnando de magnetismo su figura, y sé que su estética tosca y demencial sigue gozando de beneplácito entre lisérgicos irredentos y eternos adolescentes. También de que la pelea a puñetazos que perpetramos en Cannes en el 81 provocará que muchos pongan en entredicho mi capacidad para emitir un veredicto objetivo. Lo cierto es que Schauberger –que pese a lo que se cuenta no me noqueó– sólo me inspira lástima y ternura, pero un despropósito como el que nos ocupa no merece más de un 3/10.

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