jueves, 19 de enero de 2012

DIRTY DIANA, o por qué me he hecho viejo. Daniel Ruiz García



La primera vez que vi un chocho, así, bien visto, con su aderezo de pelambre y su aspecto sonrosado, como de atún, fue en el colegio. Coincidió en el tiempo con la primera vez que conocí a un chino, a un oriental, quiero decir. Porque la revista porno la llevaba un compañero de clase al que todos apodaban el Chino, y que vivía en Lepanto, en el barrio de Lepanto, me explico. Todavía no era normal ver chinos por la calle, los bazares chinos eran impensables y los restaurantes orientales, con sus dragones de cartón piedra y sus abanicos de arcanas grafías, una extravagancia. Pero el Chino era chino de los de verdad, de los de toda la vida, vaya, y hablaba un español un poco raro. Tenía la piel muy pálida, y por él entendí por qué dibujaban siempre a los chinos de los cómics de Mortadelo con un color amarillento.
—Mira qué breva –decía, porque el Chino no hablaba sin embargo como hablaban los chinos de Mortadelo, aunque tenía un acento un poco raro las erres se le daban bien. Y allí que estaba, en la puerta del colegio, con la revista porno entre las manos, desplegando una página central en la que una tipa rubia vestida de enfermera posaba con todo el conejo al aire y una enorme polla entre las manos. La polla era de un colega que aparecía de espaldas, pero lo que más llamaba la atención era, en efecto, aquel chocho: un chocho que parecía un monstruo, algo rojizo, desmesurado, un molusco con la piel irritada, un erizo, algo animal, vivo, que parecía palpitar y saltar fuera de la revista.
Los profesores salían del colegio, así que el Chino escondió la revista otra vez en su mochila y la reunión se disolvió. Pero durante todo el camino de regreso a casa yo iba rumiando, con la cabeza perdida entre las ondulaciones y rugosidades de aquel tremendo coño, de aquella ventosa de carne que el Chino había puesto delante de mí como quien no quiere la cosa. No era excitación, no estaba empalmado, nada de eso. De hecho, me empalmaba muy a menudo, para ser más concretos todas las mañanas, al levantarme, pero aún no sabía qué era eso de correrme. Sin embargo allí no había rastro de excitación, era puro aturdimiento.
—El semen huele a savia de árbol –me había dicho mi amigo Pepe, a quien ya le había llegado su turno. Y yo decía sí, claro, menuda peste. Sin confesar que por mucho que me la moviera arriba y abajo cuando estaba tieso, como decía mi amigo que había que hacer, muchas veces seguidas, con eso nunca llegaba a nada más que a provocarme una terrible irritación en el prepucio.
Pero el coño no se iba de mi cabeza. Lo vi allí mismo, navegando sobre el plato de lentejas humeantes, a la hora del almuerzo. Eran, aún siguen siéndolo, una de mis comidas predilectas, pero aquel día no pude. La boca del estómago se me había cerrado, así que me fui a mi cuarto con una sensación confusa entre la dentera y el abatimiento
No sé si fue ese día, o al siguiente, o muy poco después. El caso es que aquel coño abierto vino como un arcángel a anunciarme mi despertar definitivo a la sexualidad. La epifanía de mi transformación en un animal sexual, por la vía iniciática del pajillerismo compulsivo.
Yo tendría 11 años. Todavía faltaba algún tiempo para que Sabrina viniera con su enorme melonar, casi extraterrestre a golpear visualmente a los varones de toda España en la gala televisiva de fin de año, con aquel gesto-símbolo del descubrimiento del pezón que marcó a toda nuestra generación. Pero lo que vi aquella vez en la tele también fue muy extraterrestre, y particularmente acabó por convertirme de forma incontestable en un hombre. Me refiero a la mítica serie V, y a la imborrable escena en que la pérfida Diana, aquella perra extraterrestre, engullía a la rata.
Por dios, por los clavos de cristo, la pérfida Diana. Qué buena estaba. Me ponía enfermo, con aquella cara de diablo, con aquel colmillo sobresaliente como un vampiro. Su mirada, picante como un calambre de una pila de petaca, como un buche de petazeta, como un escalofrío de limón. Por no hablar se su cuerpo, sinuoso y a la vez contundente, remarcado por aquel flamante traje de visitante rojo. El color rojo acharolado le lamía todo el culo y le señalaba los glúteos, que a mí me recordaba el muslamen de un caballo. Pero todo saltó por los aires cuando engulló a la rata. Fue un cataclismo. Porque la rata era peluda, horripilante, pero ella la engullía con gusto, le cabía  toda entera en la boca. La rata, tan peluda y desagradable como el coño de la revista porno del Chino, tan repugnante como aquel coño, pero que Diana, la pérfida Diana, se tragaba con avidez, con avaricia…
Ese día, de eso sí estoy seguro, ese mismo día, me corrí por primera vez. Fue en el váter de casa, por la tarde, después de cagar. Me senté a cagar y el empalme fue mayúsculo. Y necesité poco ejercicio para que aquello saliera. Simplemente venía a mí el gesto licencioso de Diana, sus glúteos contenidos en el látex brillante, la rata peluda y asquerosa, tan asquerosa y al final tan deliciosa como aquel coño lleno de pelos y de carne, como un higo, sí porque era un higo, un enorme y descomunal fruto almibarado y lleno de zumo…
Muchas veces en todos estos años he recordado a Diana. Le debo mucho: aquel glorioso día del descubrimiento, cayeron cinco; al acostarme, sentía que mi pene estaba dolorido, en carne viva, como mis pies después de toda una tarde de fútbol. A partir de aquel inicio, mi sexualidad se fue matizando, se fue plagando de otros estímulos más refinados, pero el despertar animal fue cosa de ella; no pude tener mejor iniciadora.
     Desde que existe Youtube y tengo Internet en casa, me he venido resistiendo de forma empecinada a la tentación. Había mucho en juego, y ya estaba sobre aviso de las perrerías que nos hace el recuerdo, cuando caemos en el error de intentar refundarlo y volver a hospedarnos en sus confortables habitaciones. Hay puertas que nunca hay que volver a abrir, esto es tan viejo como Fraga Iribarne. Pero uno nunca aprende, y no echa cuenta del gran maestro, el Tiempo. Por eso vamos por la vida como si fuéramos jóvenes. Nos vestimos con ridículas camisetas de grupos de música, usamos zapatillas deportivas, empleamos expresiones que pretenden pasar por modernas pero que a los chavales les resultan prehistóricas. Cuando el hecho es que las chicas jóvenes nos hablan de usted, y nunca se fijan en nosotros sino en nuestros hijos, con mero instinto maternal, o bien en nuestros sobrinos, si ya están en la edad. Cuando el hecho es que nos convertimos en animales exóticos cuando entramos en una discoteca, que lo más que provocamos es vergüenza ajena, que no entendemos ni media cuando algún sobrino menor nos manda un SMS y pone vnte pra ksa echmos partda cn la play. A pesar de todo siempre existe la tentación, y ahí hay que ser muy juiciosos para poder contenerla, para aprender a domesticarla como un domador de leones. Pero de repente el león, un día, se pone cariñoso, te camela y te hace entrar al trapo.
Es lo que me pasó. Y una noche, aprovechando que estaba a gusto, después de media docena de botellines, y dos gin tonics, allí, delante del ordenador, con los niños ya acostados, me dio por meterme en Youtube. Me dio por abrir la puerta.
La visión fue desoladora. No, no podía ser así. Lo recordaba como algo sublime, algo terrorífico y a la vez hipnótico, subyugante. No, no podía ser tan cutre. Me sentí tan triste, tan incapaz, tan lamentable, que ni siquiera me acabé el botellín. Apagué el ordenador, y me invadió la desazón, no muy distinta a la que en otro tiempo debí padecer cuando me enfrenté al primer chocho de mi vida, aquel que estaba contenido, como un animal enjaulado, entre las páginas de la revista porno del Chino.
—¿Qué te pasa, cariño? –me preguntó mi mujer entre bostezos. Se me había adelantado, y ya estaba en la cama.
—Nada. Cosas mías.
—¿Qué cosas?
—Viejo. Que me he hecho viejo.
—Vale. Pero no tires de las sábanas.  
El pasado siempre es mejor. Todos deberíamos tenerlo claro para evitar las heridas.


DANIEL RUIZ GARCÍA
BLOG DEL AUTOR: Juntando palabras

1 comentario:

  1. Lo que no se es como te hiciste un pajote pensando en la Diana comiéndose una rata. Por dios!

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